Algunas veces cuando el trabajo es sofocante o simplemente
cuando el frió de la oficina me abruma, me escapo al cuarto de baño. Puede
parecer loco y hasta un poco injusto ir al baño sin tener ninguna necesidad
fisiológica que lo amerite, pero todos a veces necesitamos encontrarnos a
nosotros mismo cuando los golpes que nos da la vida nos deja irreconocibles.
Es un cuarto pequeño a pocos pasos de recepción, embaldosado
de cerámica hasta el techo, con apenas un retrete y lavamanos con gavetas. No
hay nada mágico en él, ni nada digno de observar con detenimiento.
Sorprendentemente, a pesar de ser un séptimo piso, el ruido del tráfico se
filtra a través de la única venta que hay, por donde también entra un fuerte
rayo de luz que ilumina todas las esquinas.
La habitación es calentita, con respecto al resto de la
oficina y eso me ayuda a que la sangre en mi cerebro vuelva a la temperatura
normal. Por mi baja estatura no puedo ver por la venta a menos que me empine y
levante la cabeza, se ve la ciudad en sentido contrario...
Algunos días, al sentarme en el inodoro miro hacia el cielo
azul imponente que se ve desde allí, y puedo ver las nubes moverse al son de la
brisa. Muchos de esos días me inspiro a alzar una plegaria a Dios porque me
siento mucho más cerca de él cuando esto ahí.
Otros días miro mi reflejo en el espejo y sonrió tratando de
recordad por qué estoy ahí y como llegue a ese lugar. En algunos momentos he
llorado, otras veces solo me he entrado a tomar un sorbo de aire.
Simplemente siento que estas paredes se reducen para dejar
pasar solo las cosas que me hacen sentir bien y que todo aquello doloroso se
queda del otro lado de la puerta, aunque cuando se acaban esos 3 o 4 minutos
volver a encontrarme con ellas es valioso ser solo tú y tus ángeles por unos
minutos.